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Mauricio Wiesenthal
Libro de réquiems
Los libros, como fetichesRECUERDOS DE UN BIBLIÓFILO
Mi padre, que era un filósofo irónico, solía decirnos: «Ciertos libros, hijos míos, nos enseñan ahacer literatura con el sexo; pero con el sexo, si no vigiláis mucho, lo único que acabaréis haciendoes una familia».Estos propósitos morales me quitaron las ganas de dedicarme a los libros, hasta que decidíescapar de casa y conocer el mundo. Un viejo antillano, borracho de ron y de sol, me lo explicó enotras palabras: «Un buen escritor, muchacho, no es el que da saludables recetas, sino el que provocadolores de cabeza».Adoro las bibliotecas y los ateneos, porque me han prestado abrigo y calor en los días máscrudos y gatunos de la bohemia de invierno. Huyendo de las mañanas frías de París he pasado en mi juventud muchas horas en la Biblioteca Nacional, hojeando libros curiosos; a veces extravagantes, amenudo disparatados o divertidos.Ortega y Gasset había conocido en Alemania a un erudito que tenía una curiosa costumbre:anotar en un cuaderno las ideas que le sugerían los títulos de los libros que no había leído. Yo heconocido todo tipo de coleccionistas extravagantes, desde una familia americana de Morristown queme enseñó la piedra con la que David mató a Goliat, hasta un loco que coleccionaba polvo delugares ilustres y una señorita que grababa en un magnetófono sus suspiros de amor.Famoso entre los bibliófilos fue Hase, un personaje del siglo XIX, que amaba tanto sus librosque mantenía siempre la calefacción encendida, para evitar la humedad; hasta el extremo de quetenía que trabajar siempre completamente desnudo.Yo he tenido otra manía: refugiarme en las bibliotecas, hacerme amigo de las bibliotecarias y perseguir libros extraños, que elegía por sus títulos. ¿Cómo resistirse, por ejemplo, al ingenio dePierquin de Gembloux? A este polígrafo belga, nacido en 1798, debemos títulos que no deberíanfaltar en casa de ningún bibliófilo:
Semiótica de los envenenamientos, Memoria sobre lasdesviaciones congénitas del recto, Disertación sobre los Kuba de los Bituriges-Kubi, Reflexiones sobre la embriaguez náutica, Carta sobre la
Y
griega, Atila defendido frente a los iconoclastas
y la
Historia del baile de la guimbarda...
A los jóvenes que creen que Aristóteles es un aburrimiento, porque les han obligado a estudiar la
Política
o la
Ética,
yo les daría a leer la
Historia de los Animales
donde el sabio explica cómo sehace un arco con la verga de un camello, o que las perdices sacan la lengua cuando hacen el amor.Leyendo a Diógenes, los jóvenes se darían cuenta de que la moda
povera
de nuestros días —las barbas crecidas, los pantalones desentallados, los sacos de vagabundo, los agujeros que Alcibíadescortaba en su manto («ya veo por los rotos de tu vestido que buscas la vanagloria», le diríaSócrates), los tejidos primitivos, la ropa llevada con desencanto— es exactamente el regreso deDiógenes: la profanación de Pitágoras, de Dior y de Coco. Los cínicos vestían así, con un
tribonium
de tela oscura y grosera, para diferenciarse de los pitagóricos que iban de blanco, creían en la pureza y nunca se habrían puesto una gorra de béisbol con la visera en la nuca. Si la gente supieseque la
Estética
de Hegel, habla del vestido quizá la leería en la espera de la peluquería. «El cabelloes de naturaleza vegetal, más que animal. Y es más una prueba de debilidad orgánica que defuerza». Yo reeditaría ese libro con un título moderno:
Pasarela Hegel, Rapados y tatuados como el rey de la jungla,
o, en presentación romántica,
New Cotillon Favors for the Season.
Si pudieseencontrarme de nuevo con Coco, le propondría este desfile, con aretinas y preciosas, pitagóricos ycínicos —acompañados, naturalmente, por sus caniches—, nominalistas vestidos con plumas de